Sentada al borde de su canoa, Madelaine rema y se abre paso en el río Chagres, cuyo cauce se topa con el Canal de Panamá. En tiempos de pandemia, lleva a la profesora Graciela a dar clases a niños indígenas sin conexión para aulas virtuales.
Tras un trayecto de 15 minutos, la profesora Graciela Bouche desembarca en el puerto de los Ella Puru, de la etnia emberá (AFP).
En épocas pre pandémicas, los niños de Ella Puru y de las comunidades aledañas como San Antonio Woounan y Pueblo Nuevo Embera y Woounan acuden a la escuela Omar Torrijos, en la provincia de Panamá.
Para llegar hasta allá sus padres los llevan en bote hasta el puerto, y de allí deben viajar 40 minutos en bus. En el colegio conviven con niños de zonas urbanas.
Alrededor del "aula" están las madres, sentadas, vistiendo faldas coloridas y pedrería en brazos y cuello (AFP).
"Por el teléfono a veces aquí se va la señal, o no hay data o no tengo tarjeta con que conectar al niño, y como son páginas web se hace difícil entrar", confiesa Evelyn Cabrera, de 27 años, secretaria de la comunidad Ella Puru, con su hijo en el primer grado.
"La conectividad fue muy difícil, y es difícil para nosotros como indígenas, principalmente", dice Johnson Menguizama, padre de familia de 50 años.
Así que, apenas Panamá empezó a liberar la movilización de ciudadanos, Graciela decidió ir a ver a sus alumnos.
Graciela embarcó pizarra, laptop y algunos alimentos para repartir entre sus alumnos (AFP).
Casada y con 37 años, sus dos hijos también son o han sido compañeros de aula de los emberá.
En la comunidad, Graciela reúne a una treintena de alumnos en el De Ara (casa real), una especie de anfiteatro hecho de vigas y techado con hojas secas. Allí separa a las mesas por grados, y a cada uno le asigna una labor.
Desde su celular, Graciela hace una videollamada a la profesora de quinto grado, Urania, para que tengan clase de matemáticas. Los más pequeños, en tanto, aprenden a diferenciar derecha de izquierda.
En la comunidad, Graciela reúne a una treintena de alumnos en el De Ara (casa real), una especie de anfiteatro hecho de vigas y techado con hojas secas (AFP).
Todos usan barbijo y se desinfectan las manos con alcohol.
Alrededor del "aula" están las madres, sentadas, vistiendo faldas coloridas y pedrería en brazos y cuello. Llevan en la cabeza un tocado hecho con flores papo, conocida en otras latitudes como cucarda, cayena, hibiscus o rosa china.
"La experiencia ha sido buena, porque no cualquiera hace el esfuerzo. La travesía es un poquito larga y peligrosa. Pero ella lo hace por el cariño a los niños y estamos aquí para apoyar a la maestra", agrega Evelyn.
Desde su celular, Graciela hace una videollamada a la profesora de quinto grado, Urania, para que tengan clase de matemáticas. Los más pequeños, en tanto, aprenden a diferenciar derecha de izquierda (AFP).
Más realista, Graciela cree que serviría "que tengan un transporte fijo para ir y venir de la escuela".
Pasado el mediodía, la maestra deja el mundo real, sube al bote y vuelve a su casa. Esta vez, la navegación vuelve a ser virtual: la esperan sus alumnos citadinos para las clases por internet en el turno de la tarde.